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NOTICIAS DE FOLKLORE

A 100 años del nacimiento de Horacio Guarany, “El Potro” que se convirtió en un gran referente de nuestro folklore

Un artista que trascendió las fronteras del folclore para convertirse en un símbolo de la identidad nacional. Comprometido con su tiempo, supo pintar con palabras la esencia de su tierra y su gente.

Era inevitable. Bautizó a su casa de Coghlan como “El Templo del vino”, y en una noche de fiesta, Horacio Guarany vació el tanque de agua y lo llenó de tinto hasta el borde. Había invitado poetas, políticos, músicos y amigos de toda clase. Empezaron a aparecer las empanadas y los costillares, la música sonaba fuerte, pero la bebida parecía brillar por su ausencia. Hasta que se abrieron las canillas y el milagro se hizo: el líquido rojo brotó para todos. Parece una leyenda urbana, un mito. Pero no. Sucedió.

Ese delirio hermoso, esa fantasía etílica y real al mismo tiempo, lo pinta de cuerpo entero. Porque Guarany era eso: exceso, folclore, pasión, copas altas y la fe en que la música podía redimir al mundo. “Yo amo el vino porque es la única alegría que tiene el pobre, el obrero que no tiene Mar del Plata ni Punta del Este, pero se toma un vinito y canta”, decía.

El vino no era sólo una bebida: era la memoria de su infancia. Su padre hachero que se ablandaba los domingos con un litro barato. Como escribió en una de sus zambas más recordadas: “Si viene el vino, viene la vida.

No nació en un hospital. Eraclio Catalín Rodríguez, su verdadero nombre, vino al mundo el 15 de mayo de 1925, en el Chaco santafesino, “cerca de Guasuncho o de Intillaco”, en pleno monte, entre el silbido de los hacheros y el crujido de los quebrachos bajo el yugo de La Forestal. De ahí viene: del canto del hacha, del sudor sin esperanza de los olvidados.

Su padre, José Rodríguez, era un indio correntino, un niño abandonado que se crió entre chacareros. Su madre, Feliciana Cereijo, venía de León, España, y con su hacha fabricaba muebles en la pobreza. Tuvieron catorce hijos, y Eraclio fue el antepenúltimo. Vivieron entre el monte y la miseria. “Mi padre era un indio bastante bravo”, recordaba Horacio, “pero cuando tomaba un vino, cantaba, acariciaba a mi madre, y entonces podíamos jugar con él. El vino le devolvía el canto”.

La infancia transcurrió en Alto Verde, un pueblito costero y humilde. A los seis años, debido a la pobreza extrema, fue enviado a vivir con parientes que tenían un boliche. Ahí conoció la noche, las mujeres y la soledad. “Cuando me acariciaban la cabeza, yo les decía ‘mamá’. Eran prostitutas, pero para mí eran mi madre”. No lloraba, porque —decía— “¿para qué llorar si nadie te va a consolar?”

Una foto de los comienzos

Una foto de los comienzos de Horacio Guarany en el folclore

El cantor nace en Buenos Aires

A los 17 años, con el alma endurecida por la ausencia y la guitarra como única ilusión, Horacio Guarany llegó a Buenos Aires desde el litoral profundo. “¿De dónde viene?”, le preguntaban. “Desde donde las manos se quedan ciegas de tanto hachar en vano en monte ajeno. Donde las hembras mal paren bajo un techo y se sacuden la sangre y nuevamente al yugo”, respondía con su poesía cruda.

Vivía en una pieza de la calle California, en el barrio de La Boca, y cantaba tangos y boleros en un boliche llamado La Rueda, en la esquina de Almirante Brown y Necochea. Era un bar de parroquianos duros y noches largas. Cantaba por botellas de cerveza que luego vendía a don Carballo, el bolichero, para comprarse algo de comida. Una noche cayó enfermo y tuvo que internarse en el Hospital Rawson. Le prestó la pieza a un amigo, que se fue con su calentador, su pava y su olla. Todo lo que tenía.

Entonces se quedó en la calle. Un hermano, compadecido, le consiguió embarcarse como marino mercante. Apenas subió, lo anotaron como cocinero, aunque él apenas sabía hervir agua. Un cocinero tartamudo lo salvó: “Eso no te alcanza para dos horas”, le dijo, viendo lo poco que había comprado. Le enseñó a aprovisionar el barco. Así sobrevivió, como aprendiz de todo.

El abrazo de Guarany con

El abrazo de Guarany con otro referente popular del folclore, Jorge Cafrune (Fuente)

“Tuve todos los oficios necesarios para vivir sin saber nada”, decía con sorna. Fue foguista, cocinero, criador de gallos de riña, vareador de caballos. Pero siempre cantor. Siempre tenía a mano una guitarra.

El quiebre llegó cuando conoció a Herminio Giménez y José Asunción Flores, músicos paraguayos exiliados. Lo integraron a su orquesta y lo invitaron a militar en el Partido Comunista. Desde entonces, el canto dejó de ser sólo pan: fue también una trinchera lírica, un arma cargada con acordes y versos.

En 1957 debutó en Radio Belgrano con “El mensú”, de Ramón Ayala, una canción que narraba con crudeza la vida de un peón misionero. Ese día, el país escuchó una voz distinta y ronca: la de quienes nunca tuvieron voz. La voz de los hacheros, de los exiliados del monte, de los niños que no lloraban porque sabían que nadie los consolaría.

Horacio Guarany en 1965 junto

Horacio Guarany en 1965 junto al cantante norteamericano Dean Reed. Ambos se habían acercado al Partido Comunista

Del amor a la lucha

Fue pionero en el Festival Nacional de Folklore de Cosquín, en 1961, cuando la plaza Próspero Molina todavía era apenas un anhelo. Aquella primera vez encendió una chispa que no se apagaría nunca más. Desde entonces, Horacio Guarany fue alma y símbolo del festival. Cada año, con su poncho y su voz rugosa, se paraba frente al pueblo para entregarle canciones que eran bandera, consuelo, grito. Temas como “Si se calla el cantor”, “Caballo que no galopa”, “La guerrillera”, “Amar amando”, “Guitarra de medianoche”, “Puerto de Santa Cruz” y “Milonga para mi perro” se convirtieron en himnos. Lo escuchaban de pie, con lágrimas y puños en alto. “Las canciones siempre tienen un cometido. Es muy raro que el que compone de verdad haga una canción por hacerla”, decía.

Con el tiempo le pidieron que no hablara tanto, que se limitara a cantar. “No hables más, te prohibieron en Cosquín, te allanaron la casa”, le decían sus amigos. Pero él respondía: “Si el cantor, que se siente portavoz del pueblo, no dice lo que cree que es injusto, ¿quién lo va a decir? Yo tengo que hablar. Yo tengo que decirlo”.

En 1972, llevó esa convicción al cine con “Si se calla el cantor”, una película protagonizada por él y Olga Zubarry, que narraba el ascenso de un cantante tras padecer explotación y miseria. Dos años más tarde, en 1974, protagonizó “La vuelta de Martín Fierro”, dirigida también por Enrique Dawi, junto a Onofre Lovero, en un relato que cruzaba la vida de José Hernández con su obra. En el escenario o en la pantalla, Guarany era el mismo: un cantor que no calla.

Un disco simple de 1973,

Un disco simple de 1973, junto a Mercedes Sosa

Pero entonces llegó el silencio forzado. En marzo de 1974, José López Rega, el siniestro secretario del poder, el creador de la temible Triple A, lo invitó a cantar en el Obelisco. Guarany se negó. La consecuencia fue inmediata. Una bomba en su casa, amenazas, panfletos, listas negras. El cantor ya no podía vivir tranquilo: dormía en los techos, con un revólver al costado. Sus discos fueron retirados de las disquerías, sus canciones censuradas. “La guerrillera”, “Coplera del carcelero”, “Canción del adiós” eran tachadas por peligrosas. Aun así, no retrocedió.

Las amenazas se volvieron sentencia. “Me dieron 48 horas para irme del país”, contó años después. Dormía escondido en un criadero de pollos. Un representante le consiguió una gira en el exterior. Y así, en septiembre de 1974, comenzó el exilio. Primero en Venezuela, luego en México, donde cantó para los argentinos perseguidos, y finalmente en España, donde pasó cuatro años.

“Me dio vergüenza estar escondido como un perro sarnoso. Yo que sólo di amor, me tuve que ir de mi tierra. ¿Por qué, qué hice? Eso no me dio odio ni bronca, me dio vergüenza, mucha vergüenza”, confesó. El cantor cargaba su guitarra como una cruz. Pero no pudieron callarlo.

Guarany, protagonista de "La vuelta de Martín Fierro", de 1974

Volver con la voz rota

Regresó en diciembre de 1978, con la voz endurecida por la distancia. Había pasado cuatro años en el exilio, de escenario en escenario, llevando en la garganta la herida de haber sido echado de su tierra. Volvió sabiendo que el peligro no había pasado. Y no se equivocaba.

El 20 de enero de 1979, apenas un mes después de su regreso, una bomba estalló en su casa de la calle Nahuel Huapi, en la ciudad de Buenos Aires. No fue la primera, ni la última. Ya no podía vivir allí, entonces se refugió en el interior, cantando en festivales menores, en pueblos que lo recibían como a un prócer, entre guitarreadas y abrazos sinceros. A veces dormía en hoteles humildes, otras en casas de familia. Resistía, aun cuando la dictadura lo seguía vigilando, y la censura lo amordazaba.

Y cuando llegó la democracia, volvió a los escenarios grandes, a la televisión, a las radios. La leyenda ya estaba escrita.

Luche, luche, un disco editado

Luche, luche, un disco editado en 1977 en España, durante su exilio

El destino lo llevó después a su paraíso definitivo: una finca en Luján, rodeada de árboles añosos y silencios fecundos, a la que bautizó “Plumas Verdes”. Allí encontró la paz. Entre frutales y gallos de riña, escribió novelas como “Sapucay”“Las cartas del silencio”“El loco de la guerra” y más tarde “Memorias del cantor”. Mientras su esposa Griselda y un matrimonio amigo recolectaban frutas para hacer dulces artesanales, él se bañaba en la pileta. “Ya bastante trabajé en la vida”, decía, sin culpa y con sonrisas.

Amó a muchas mujeres, y muchas lo amaron. Fue, como él mismo reconocía, un hombre de romances infinitos. Se casó dos veces: primero con Juana “la Colorada”, madre de su hijo Horacito, guitarrista con quien luego se distanciaría; y luego con Griselda, con quien tuvo a Francisco, al que llamaba “Panchito”, su alegría tardía. Entre las pasiones más recordadas está la que vivió con Gina María Hidalgo, la cantante que inmortalizó su tema “Amar amando” y con la que compartió escenario y vidantre la política y la libertad

Fue amigo de Menem. Y desde la izquierda lo criticaron por eso. “Soy amigo de Menem por las farras, no por ser menemista”, aclaraba con su habitual desparpajo. En esas noches de vino y guitarras, entre chistes y confidencias, le sopló a quien sería presidente una de las frases más emblemáticas de la política argentina: “No los voy a defraudar”, que Menem adoptó como eslogan en su campaña presidencial de 1989.

Nunca ocultó sus afinidades ni su pensamiento. Había estado afiliado al Partido Comunista desde que conoció a Herminio Giménez y José Asunción Flores, y lo mantuvo incluso cuando sabía que esa decisión le cerraría puertas en la industria musical. Siempre decía que la ideología política no podía estar por encima de la honradez, la honestidad y la vergüenza, y que por eso podía compartir una mesa con hombres de distintas veredas sin perder su integridad. “Quizás no supe diferenciar entre esa amistad de asados y lo referente a apoyar una política”, explicó alguna vez. Pero jamás pidió perdón por ser amigo de nadie.

Era libre. Y esa libertad lo convirtió en un personaje incómodo. Para la izquierda era demasiado popular. Y para la derecha, demasiado subversivo.

Guarany junto a otra leyenda

Guarany junto a otra leyenda del folclore, César Isella

Premios, discos y eternidad

Grabó más de sesenta discos, entre originales y recopilatorios. En SADAIC tiene trescientas ocho canciones registradas. Películas, novelas, libros de memorias. Y una carrera que abarcó setenta años de escenarios, exilios, aplausos y silencios. Horacio Guarany fue una de las figuras más trascendentes del folclore argentino y su legado está tallado con fuego en el cancionero popular. Recibió dos Premios Konex —en 1985 y 1995—, fue distinguido como Ciudadano Ilustre de Buenos Aires y de varias ciudades del interior del país, y cosechó el cariño del público como pocos artistas lo lograron.

Compartió canciones y escenarios con Mercedes Sosa, con César Isella, con Soledad Pastorutti, con Los Nocheros. Junto a Soledad, en el Luna Park, grabó en 2002 el disco En Vivo y al año siguiente recorrió el país en una gira que fue ovacionada en cada rincón. Fue también el primer folclorista argentino en cantar en la Unión Soviética, durante una gira de dos meses junto a Los Fronterizos, llevando zambas y chacareras a Moscú y más allá de la Cortina de Hierro.

Horacio Guarany nunca perdió vigencia.

Horacio Guarany nunca perdió vigencia. Con Soledad Pastorutti grabó un disco en vivo (Télam)

El eco de su obra no se limitó al folclore. Hermética, la banda de Ricardo Iorio, emblema del heavy metal argentino, versionó “Si se calla el cantor” en un disco en vivo. También lo hicieron Malón y La Renga, que suele tocar en sus recitales “Bebe vino”. Gabo Ferro, en 2014, incluyó su “Coplera del prisionero” en un disco de canciones prohibidas por las dictaduras.

El último silencio

Murió el 13 de enero de 2017, a los 91 años, en la paz de su finca “Plumas Verdes”, en Luján. Había sido su refugio final, su lugar en el mundo.

Hasta el último día de

Hasta el último día de su vida, Horacio Guarany fue un emblema de la argentinidad (Télam)

“El canto está adentro de uno”, repetía siempre. En él, el canto y la vida fueron lo mismo. Lo lloraron los festivales, los micrófonos, las guitarras, los bombos legüeros, los obreros, los hacheros del monte, las prostitutas que lo acariciaban de niño, las madres sin consuelo. Lo lloró el país.

El vino, la guitarra y el pueblo nunca van a olvidar a Horacio Guarany. Y su voz se oirá por otros cien años. Porque si se calla el cantor… calla la vida.

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